21 abr 2018

Tantas veces Harrison



La pretensión de escribir un texto sobre el carácter anodino de ciertas exploraciones me hace buscar uno de mis libros preferidos. Navegando entre sus páginas y capítulos, reparo en que la mayor parte de los mortales cuando escuchan la palabra Harrison seguramente recuerdan a George Harrison o a Harrison Ford. ¿Cómo no hacerlo si el primero fue guitarrista de Los Beatles y el segundo ha sido tantas cosas pero fundamentalmente Indiana Jones? Hay, por si fuera poco, varias localidades en Estados Unidos que simplemente se llaman Harrison y, a partir de esa circunstancia, habrá peluquerías, panaderías, marcas de whisky y también algún modelo de coche. Si es que por haber hay tantos Harrison que incluso el abogado de Michael Corleone en El Padrino III se llama B. J. Harrison.  Pero para quienes hemos pasado por la facultad de medicina, Harrison es un libro de medicina interna. Pesado, casi cuatro kilos entre los dos tomos. Imposible preparar el MIR con él, pero de lectura indispensable para  controlar un tema. Yo lo he tenido tres veces. El primero me lo robaron. Debió ser un ladrón fornido o la primera novia. Nunca lo he logrado saber y con ninguno conservo trato como para llamarle y preguntárselo. El segundo lo dejé abandonado en una mudanza. Me dio mucha pena porque casi formaba parte de mi cuerpo, al menos de mis antebrazos y mejillas ya que en una época dormí más sobre él que sobre mi almohada. Pero igual fue necesario dejarlo en aquella casa abandonada. Ahora tengo un archivo que lo sustituye. No es lo mismo, lo sé. Dos Harrison de los de antes sostenían una cama y, en caso de agresión, podía ser usado como escudo o, con una miqueta de esfuerzo, como lanza. Pero esta versión digital también tiene su aquel, su maravilla. Quitándole rotundidad al objeto, es más fácil entender que el libro de medicina interna es la obra de un hombre de apellido Harrison. Un hombre como tú y como yo. Un médico con pacientes y estudiantes de medicina a su alrededor. Se llamaba Tinsley Randolph Harrison.  Nació en Alabama el 18 de  marzo de 1900, estudió medicina en la Universidad de Michigan y murió en Birmingham el 4 de agosto de 1978. Un gran médico del siglo XX. Sabio y erudito, qué duda cabe.

16 abr 2018

Verbo y carne



Cuando para alabar su estrategia el narrador deportivo dice que el tenista es un ajedrecista no sabe lo que hace. Salen las palabras de su boca, se proyectan sobre el micrófono, saltan de chip en chip, en fracciones de segundos se deslizan a través de cables multicolor y se multiplican luego por miles o millones de cornetas. Si todo quedase allí, si todo se limitase a ser una onda que atraviesa el conducto auditivo de nuestros oídos o un archivo para que los agentes secretos de las redes sociales nos coaccionen en el futuro ya sería mucho, pero igual no pasaría nada. El asunto es que la tierra se mueve. Por culpa de las palabras pronunciadas por el narrador deportivo, la tierra se mueve. No se trata de la rotación y la traslación que aprendimos en la escuela. No, ahora todo comienza desde abajo, desde lo más profundo. Se genera una onda lenta que deforma, destruye y construye. Lo primero que vemos es que la pista se eleva. Ya no puede ser un foso. La tierra sube. Moviéndose, como dándose martillazos a sí misma, sube poco a poco. La pista se convierte en una mesa gigantesca y, en el centro de ella, emerge un tablero. Donde había hierba o arcilla, o quizá cemento, aparece la madera. La red se desintegra como escuchando un mandato divino, y los recogepelotas comienzan a pintar las 36 casillas, claras y oscuras. Pasan cosas peores que me da miedo nombrar, pero que resumo diciendo que si antes eran miles de espectadores ahora no pasan de cientos. Ha habido una reducción drástica, no se sabe cómo ha pasado, pero no puede ser bueno. En el ambiente hay dolor y miedo. Los tenistas están ahora sobre el tablero y se miran intrigados. Saben que no pueden ser ellos los ajedrecistas. Primero porque no saben jugar ajedrez, segundo porque son muy pequeños en ese tablero gigantesco. Sólo les queda ser piezas y dudan de la posibilidad de ser rey o reina. Seguro les tocará ser peones. Al más alto quizá torre, pero luego (presume de entender) lo usarán para un enroque. Qué desgracia, señor. Cómo pudimos llegar a esto. Todo por un narrador precario y equivocado que no sabía cómo hacer de manera serena su trabajo y quiso convertir el deporte de las raquetas en ajedrez. Qué horror.  

8 abr 2018

Submarinismo para escritores


1 Si dudas entre cuento y novela, continúa escribiendo. Será novela.
2 Si dudas entre cuentista y novelista, dedícate a la crónica, su potencia infinita.
3 No te vistas más, desnúdate. Luego te podrás disfrazar.
4 El cuento es un mordisco que encuentra hueso y, en él, sangre. La novela lame el cuerpo. Su saliva ácida desintegra lo orgánico y lo inorgánico, incluso lo inmaterial. Progresivamente.
5 Hazte fuerte. Resiste. Escribe, continúa escribiendo, como recomendaba Pitol.
6 Lee, cocina, acompaña a los niños, trabaja, ve al gimnasio. Pero vuelve a leer.
7 Dispara pero antes duda: acertarás.
8 Colecciona las negativas. Agrúpalas por décadas. Poco a poco se ganarán tu cariño. Y siempre te acompañarán.
9 Persigue la liebre. Cobíjate bajo su manto como si fuera una virgen. Continúa. Persíguela otra vez. Lo importante es continuar escribiendo.
10 Saca la cabeza de vez en cuando. Respira profundo. Aunque te creas capaz de lograr la apnea eterna recuerda que esta es incompatible con la escritura. Si estás cansado, flota. 
11 Eres bueno. Eres lindo. Eres el mejor. Te lo digo porque alguien que no seas tu mismo te lo tiene que decir.
12 Los editores son buenos, generosos y mágicos. Aunque a veces lo parezca no son tus enemigos. Cuida de ellos ya que ellos no cuidarán de ti.
13 Aunque son piedras, las palabras pesan menos que el agua. Por eso se las lleva el viento. Vaya peligro.
14 Gimnasia, tenis, fútbol. Ama a tus hijos pero no acudas a los eventos deportivos en que puedan participar. No hay nada literario en ellos y está comprobado que aplanan el cerebro. Mejor te ofreces para preparar la cena.
15 Se generoso. Regala literatura. Ayuda a escribir a los demás. Todos somos fundamentalmente submarinistas.


5 abr 2018

Medritura: boleto de ida y vuelta


Cuando el tren llega a C, se abren las puertas de los vagones y, apretujados, médicos y estudiantes caminan hacia los tornos. Hay quien lo hace con pereza, como si el cuerpo pesara, que a veces pesa; quien con naturalidad, como Federer cuando la cruza con la derecha; y quien con motivación, como si se tratase de conejos en el interior de un libro de Lewis Carroll. Cada quien lleva su luz y su sombra. También sus tarjetas, que en ocasiones atragantan el torno. El maquinista abre la puerta de su habitáculo y los ve pasar. Cuando ya solo quedan tres o cuatro, camina hacia la cola y, marcando en la pantalla el nuevo destino, V, la convierte en punta.
Es un gesto mínimo y natural. Quizá hubo una época en la que había que buscar una escalera y atornillar cárteles pesados que ensuciaban las manos de hollín. Pero ahora solo es necesario pulsar un botón para que las luces de V se enciendan en la nueva punta.
Ese encendido es una luz de esperanza para quienes esperan en el andén, que atropelladamente suben. Para mí es un momento de reflexión que procuro no perder con la mirada y guardar por unas horas en la memoria. Es una especie de miércoles de ceniza ("Polvo eres y en polvo te convertirás") ya que en un santiamén el tren deja de ser los médicos y se convierte en el tren de los pacientes. ¿Por qué? Porque casi todos los viajeros que suben son o han sido pacientes de los médicos que han bajado hace tan poco. Porque a esa hora los únicos médicos que suben vienen de hacer la noche y sus ronquidos durante el trayecto los convierten en pacientes de neumología. Y porque entre las paradas del trayecto está el hospital nuevo donde seguramente bajarán muchos pacientes pasajeros, pendientes de interconsultas y pruebas especiales.
No puedo dejar de pensarlo. Ese tren de ida y vuelta, de médicos y pacientes, es una visión que retrata de manera inmejorable la medritura. Obviamente todos los médicos son pacientes y el medritor lo sabe o al menos eso debe y pretende.
Igual que el tren que llega primero a C y luego a V, al saberse médico y paciente, el medritor comienza a vivir y por ende a morir, convirtiendo la medritura en su consultorio (su cementerio) permanente.