24 dic 2018

Liturgia venezolana, "El niño criollo"


Lo escuché por primera vez en una iglesia rodeado de niños que, como tiene que ser, luego serían profesores, vendedores, agricultores y, por qué no, políticos y malandros. Era un aguinaldo, un villancico, en el que el Niño Jesús se parecía mucho a nosotros: "Si la Virgen fuera andina / y San José de los llanos / el niño Jesús sería / un niño venezolano". Ahora sé que su letra, formada mayormente por octosílabos, fue creada por Rosario Marciano y que la música (cuatro, furruco, tambor y maracas) la incorporó Luis Morales Bance. Pero entonces, en la novena de misas que nos acercaba a la Navidad y que en Venezuela se conoce como misas de aguinaldo, con los cohetes que encendían las catequistas retumbándome en los oídos y la boca deseosa de desayunar pan de jamón y la media hallaca que me tocaba por estatura y necesidad, entonces solo era capaz de reconocer por instinto una virtud rompedora que acercaba el rito religioso a la vida ya que permitía cantar en la iglesia un aguinaldo que también sonaba en la radio y se bailaba en la televisión. "Tendría los ojos negritos / quién sabe si aguarapados / y la cara tostadita / del sol de por estos lados". A esa irreverencia habría que añadirle ahora la clarividencia de haber avizorado desde la Venezuela pletórica de los años 60 una realidad que lamentablemente ahora nos toca de cerca. Y es que, para quienes hemos crecido entendiendo que la Virgen María y su marido, el carpintero José, eran una pareja de migrantes necesitados, a lo largo de los años, el Niño Jesús ha sido canario y llegó en cayuco a Venezuela entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Luego fue español y sus padres huían de la Guerra Civil. "Por cuna tendría un chinchorro / chiquito y muy bien tejido / y la Virgen mecería / al Niño Jesús dormido". Cinco años después, fue croata e italiano. Luego, colombiano y peruano. Pasaron varias décadas y volvió a ser croata y kosovar aunque simplemente le decían balcánico. En esos mismos años sus padres habían sido comunistas, provenían de Cuba y, más viviente que nunca, el pesebre intentaba pisar la costa de Florida. Ha sido también marroquí intentando caer desde una alambrada en Melilla y sirio caminando con sus padres hacia Alemania. "Él crecería en la montaña / cabalgaría por los llanos / cantándole a las estrellas / con su cuatrico en la mano". Que el Niño Jesús tenga tu nacionalidad es un privilegio que, a pesar de la letra de Marciano y la alegría con que hace cuarenta años cantábamos su aguinaldo, todo el mundo quiere postergar y quizá muchos hubieran deseado que este año no fuera nuestro pero lamentablemente es lo que nos ha tocado y María y José, ella andina y él de los llanos, este año han caminado por debajo del puente Simón Bolívar. Así han llegado a Colombia y de allí a Perú y a Ecuador. Quizá a Chile y Argentina, huyendo de la pobreza, escapando del dolor. Pero también han salido en cayuco hacia las Antillas y hoy María puede estar en un calabozo de Curazao o de Trinidad. O después de pisar el mosaico de Jesús Soto en el Aeropuerto de Maiquetía el pesebre que hoy todos somos como país castigado y migrante recibimos la Navidad en Madrid, en Londrés o en París y el Niño Jesús hoy nace sin hambre pero con la tristeza de no poder sonreírle a sus abuelos. También sigue, multiplicado por millones, viviendo en Venezuela. Allí está siendo engendrado, allí nace, allí incluso muere a cada segundo por falta de antibióticos y vacunas un pobre Niño Jesús desnutrido, un niño criollo que somos todos cuando sabemos de él y lo sentimos tan cerca ya que nace en nuestro dolor. 



A él, a sus "ojos aguarapados", al sol inclemente que está a punto de recibir, le pedimos amor, le rogamos cambio y esperanza.

19 dic 2018

El tiempo literario




Aunque no respete su carácter standard y altere su duración a través de palabras, ideas y líneas, el texto literario puede incluir las unidades de medidas que se le asignan al tiempo. Así, en relatos, novelas y ensayos, incluso en poemas, escribimos segundos y minutos a pesar de que sabemos que, en la literatura, el tiempo viaja en una dimensión especial, absolutamente ajena a la física.
Sin posibilidad de dudas, el tiempo es otra cosa en literatura. No tiene por qué ser necesariamente más lento aunque los asuntos literarios mayormente germinan y se incuban muy lentamente. Pero en ocasiones, la literatura es velocísima. Rápida como un rayo. Por encontrar analogías, el tiempo literario se parece más bien al tiempo amoroso en las redes sociales. Rápido y lento. A veces rapidísimo, a veces lentísimo. En ocasiones inexistente.
Por ello un tocado puede demorar ochenta páginas en deshacerse si quien narra y describe es un novelista francés del siglo XIX o un haiku en apenas tres líneas puede contener una vida completa e integrar en ella generaciones pasadas y venideras. Ni siquiera se trata de sustituir las unidades de medida por líneas o páginas. Es otra cosa. El tiempo literario es anárquico. No acepta las reglas de ninguna academia, ni de artes ni de ciencias. No solo pasa dentro de los textos sino también con sus hacedores. Así, un joven escritor puede tener ochenta años y las dos caderas con prótesis si apenas ha publicado uno o dos libros o si su producción sigue siendo fresca.  En el caso contrario, un hombre de cincuenta años puede ser un escritor anciano desde hace veinte si ya ha publicado varios libros relevantes y su escritura leída en silencio chirría como un puente oxidado, artrósico. Hay también casos de personas que han empleado toda su vida en escribir un solo poema. Un poema de cinco o seis versos. Cincuenta o sesenta años invertidas en ordenar en el espacio cuarenta palabras que un robot podría leer en un minuto pero que para comprenderlo a cabalidad podría necesitar dos o tres generaciones.
Es el tiempo literario. Una de las pocas cosas que respeta es el orden de las estaciones. A mí en invierno se me parece más a una manta, que aprieta y libera donde y cuando quiere. En verano, no lo sé: como cada año cambia, falta todavía tiempo, salud y escritura para verlo. Lo único seguro sigue siendo que no se mide con reloj ni contador de palabras, sino simplemente leyendo y escribiendo.

10 dic 2018

Paganini



Desde pequeño adoro escuchar música clásica. Porque era el sonido natural de la casa en que crecí: mi tía o mi hermana tocando el piano y mi madre rascando el dial del radio de tres bandas hasta encontrar algún acorde de su Beethoven preferido. Luego descubrí un tocadiscos y, junto a él, dos vinilos que desde entonces me han acompañado: el Concierto Nº 4 para violín y orquesta de Nicolo Paganini y el Concierto en Mí menor de Mendelssohn. Por ellos, cuando debí escoger un instrumento en la Escuela de Música, escogí el violín y no el piano. Y por ellos y por la ruidosa vulgaridad del maestro Sienkewicks también lo dejé: sencillamente comprendí que nunca podría tocar la música que tanto me gustaba y que tenía más sentido seguir escuchándola. Eso es lo que he hecho desde entonces, hasta el punto de que no entiendo cómo estos vinilos todavía dan tanto de si y se siguen escuchando. Paganini y Mendelssohn. Con los años, he convertido el dúo en trío agregándole a Tartini, El Trino del Diablo. Los escucho una y otra vez, cada vez que puedo. Pero mi preferido es sin duda Paganini y su concierto Nº 4. No solo lo he escuchado muchísimas veces sino que nunca he dejado de sentir en él un juego amoroso entre el violín y la orquesta. Es, de hecho, la única pieza musical de mi vida en que, emocionado, me permito erigirme en director musical imaginario y con mi mano izquierda, a veces armada con un bolígrafo, en otras con una tijera de podar, inyectarle ritmo al violín de Arthur Grumiaux. Lo sigo escuchando en el vinilo original: una primera edición, registrada pocos días después de su reestreno en París, con la orquesta dirigida por Franco Gallini.



Esta es también una historia interesante, rocambolesca, que como la licuefacción de la sangre, se puede creer o no pero que es mejor creer. El concierto fue presentado por primera vez en Paris, en 1831, pero luego se perdió hasta que en 1936 un descendiente de Nicolo Paganini vendió un baúl con partituras manuscritas, una de las cuales advertía, en la caligrafía de su hijo Achille, que se trataba del Concierto Nº 4. Esta partitura llegó a las manos del coleccionista Natale Gallini quien vio que faltaba la parte correspondiente al solo del violín y, determinado, no descansó hasta encontrarla, entre unas partituras de un paisano suyo, Giovanni Bottesini. Si este pasaje resulta extraño y demasiado endogámico, el que viene lo será más todavía. Con el rompecabezas ya completado y, en ocasión del trigésimo quinto cumpleaños de su hijo Franco, Natale Gallini le obsequió a este la partitura, permitiendo así que Franco dirigiera a Arthur Grumiaux y a la Orquesta de Conciertos Lamourex el 7 de noviembre de 1954, interpretando en Paris el Concierto Nº 4 de Nicolo Paganini.


He escuchado otras versiones quizá más completas del mismo concierto, pero he decidido quedarme con la original y también creer el circuito gracias al que fue hallada la pieza. Escucharlo es uno de mis momentos preferidos y muchas veces he pensado que si alguna vez me llegase a encontrar en el paredón aquel, el de la muerte anunciada, y me fuese concedido un deseo, pediría volver a escucharlo. Eso sí, mucho cuidado: es necesario advertir que este concierto me gusta tanto que podría liberarme de mis heridas y, escuchándolo todavía, encontrar fuerzas para escribir otros cuartientos.

20 nov 2018

Aprender y vivir




Por haber vivido siempre al amparo de la literatura (comulgando en ella, confiando en ella, habiendo sido rescatado innumerables veces por ella) cuando hablo de sus potencias deletreo las palabras vida, goce y sufrimiento. Sigue siendo cierto: leyendo y escribiendo me he convertido en persona y me he hecho mayor; me he enamorado y he aprendido a seguir queriendo; me he multiplicado en hijos y amigos; he visto alguna vez mi nombre escrito en letras gigantes y otras recogiendo la mierda de los pájaros; he sido juez un día y por muchos años también condenado a morir cada noche para despertar luego como si nada hubiera pasado; he sobrevivido angustias profundas y, como si fueran veneno, también he aprendido a cambiarlas de mano para no beberlas. Gracias, señora. Muchísimas gracias.

Esta potencia de vivir es tan grande y parece abarcarlo todo tantas veces que ocasionalmente olvido otra importantísima: es que leyendo y escribiendo no solo se vive sino que se aprende a vivir. No es en absoluto una perogrullada porque no es lo mismo vivir que aprender a vivir.

Intento explicarme. Quien lee y escribe literatura adquiere progresivamente una inteligencia que siendo en origen literaria se hace vital. Hablo de una inteligencia de sentimientos y hechos: poesía y narrativa. 
No se trata solo de oler y recordar lo que olíamos cómo nos ha enseñado Proust, de delirar como Vila Matas dentro de laberintos de autores y ficciones, de seducir, robar y maldecir como Casanova o de caminar recogiendo piedritas y lanzándolas a las nubes como García Márquez. Se trata de que, una vez leídas y escritas, se ven las cosas venir y se puede organizar lo que queda por capítulos. Algo así como que si los olivos no florecen en primavera no habrá aceite en invierno. Gran cosa, puede decir alguno, eso también se hace con el Calendario Zaragozano, viendo El tiempo en la uno o con una aplicación en el móvil.

La maravilla literaria es que no solo se trata de eso. Quien lee y escribe sabe interpretar más rápido que nadie la sonrisa de una mujer, avizora en sus ojos el amor o el odio, intuye qué han comido los ancianos de la plaza luego de escucharles tres chistes, le basta con ver el final de las películas para saber el color de los calcetines de todos los protagonistas, podría incluso predecir el número que con más felicidad cantarán en diciembre los niños de San Ildefonso.

No exagero, no. Quien escribe no lo hace porque ha aprendido a vivir y, en la medida que transcurre la vida, sabe que la literatura es una escuela de la que preferiría nunca egresar.

8 nov 2018

Tarde redonda con espinas



Comienzo leyendo Demencia Precoz, de Teófilo Tortolero. Era un poeta de la Valencia en que crecí  y su libro, que más que  de medicina está impregnado de cuerpo y enfermedad, fue prologado por José Solanes, psiquiatra de Antonin Artaud y de mi tío Fernando. La lectura es maravillosa aunque rápida. La interrumpo cuando empiezo a pensar que todos mis empeños poéticos de la infancia solo pretendían emularle. "Si comienzo a morir esta tarde / caliéntame con fiebre / de tu buena compañía". Con los ojos cerrados recuerdo la ocasión en que le conocí. Yo tenía 20 años y Reinaldo Pérez So ya había pisoteado (calpestato, en italiano, expresa mejor lo que de verdad hizo)  mis poemas y oraciones. Yo ya escribía cuentos y nos habían dado un premio: a Teófilo en poesía, a mí en narrativa. Es mentira que fuese un hombre rural, pero los hechos de que viviese en Nirgua, que estuviese enfermo, a punto de morir, y que su libro premiado llevase por título La última tierra me sacan del sofá y me conducen al patio. Comienzo podando la buganvilla (trinitaria, no sé por qué, la llamábamos en La Entrada) y a pesar de los guantes me pincho los dedos recogiendo las ramas. Cuando termino reviso las plantas que me han traído del vivero. Hay un mango. Parece imposible pero en España ya han domesticado sus fibras y semillas. Ya pasó con las papas y el tomate. Ahora le toca al mango y al aguacate. Obviamente lo elijo de primero para plantarlo. La tierra está blanda. Lo agradezco porque, aunque pasé las tardes de mi infancia cavando agujeros para enterrar perros muertos  y plantar arboles, han pasado muchos años desde entonces y mi espalda no es la misma. Empieza a ser obvio. La ruralidad siempre ha sido mía y hubo un momento de esta tarde en que se la atribuí a Teófilo. Su poesía me ha permitido recordarla y este mango quizá dará frutos el año próximo. Vaya milagro. Para celebrarlo abro una botella de ron nicaragüense. Pienso en Daniel Ortega. Lo maldigo y vuelvo a Teófilo. "Cuando la última tierra sea un terrón / sin amo/ la cola de un caballo tirado en el barro / por su dueño loco / y los candados vuelen de sus nidos …". Con ese poema en el siglo pasado me enamoré cinco veces. Nunca dije que era mío, pero tampoco que no lo era, y solo una vez me descubrieron.

4 nov 2018

Insomnio, fundamentalmente en la noche


La mujer que en la noche acude a urgencias para curar su insomnio encuentra en las ojeras del médico que la atiende una reproducción de su agonía. Son simplemente otros dos ojos, pero sus párpados pesados y la bolsa de carne fofa y oscura sobre los pómulos le resultan tan conocidos que comienza a llorar. Casi todos los dolores aumentan con la oscuridad y el frío, pero ninguno duele más que el insomnio, incluso el ajeno. "Deberían escribirlo con hache, con hache mayúscula", dice ella. "No lo hacen porque mienten. Todos, lingüistas y demógrafos, todos mienten", piensa él, pero nada dice. Se limita a escuchar y se atreve a pensar que de haber podido conciliar el sueño le habrían despertado para atender este aviso. Uno y otro tienen deudas y dolores, aman, odian y se confunden digitando las letras para demostrar que son personas y no robots. Apenas son dos aunque parezcan muchos, como si los estudiantes de la mañana ya hubiesen llegado al hospital o nunca se hubiesen ido de él. También, dependiendo del ángulo, podrían parecer uno, apenas uno, solamente una masa informe y fragmentada que quiere dormir. Un fragmento que quiere y no puede y otro que no puede ni debe por lo que no importa si quiere. Pero igual quiere. Lo que pasa es que por no poder ni querer durante toda la noche rumia y piensa. Juntos hacen un círculo perfecto a fuer de imperfecciones. Ella habla y él escucha. Ella pide consejos y él los da o al menos juega a darlos." ¿Y si los siguiese él también?", se pregunta en silencio. Es verdad que no debe dormir, pero al menos podría tranquilizarse. Con ella está funcionando y ya está dispuesta a irse, a intentarlo otra vez. Quizá también con él funcione. Por eso, cuando ella sale con el informe en la mano, se acerca a su asiento todavía caliente y se deja caer. Juega a ser un paciente imposible porque no ha dado datos ni llamado a la enfermera. Nadie vendrá a atenderle, lo sabe muy bien, pero algo de terapéutico ha de tener esta silla rígida. De hecho comienza a sentirse mejor. Apenas lo nota, la puerta se abre y se asoma la paciente, mira hacia la silla vacía, la que hasta hace un rato ocupaba él, e inmediatamente entiende la situación. "¿Necesitas algo?, le pregunta. "Puedo ayudarte". Él recupera la compostura y, como si no la hubiera escuchado, le pregunta qué quiere. "Es que he olvidado las llaves del coche". Juntos las buscan hasta encontrarlas detrás del ordenador. Ella se marcha sin despedirse y él camina hacia su habitación, inquieto solo de pensar que por un momento consideró la posibilidad de aceptar la ayuda que le ofrecían.


22 oct 2018

¿Qué significa simpatizar con PODEMOS?



No tiene sentido negarlo. Gracias a las redes sociales y a su aparente irreverencia, los líderes del movimiento político español PODEMOS, parecen cercanos. Publicas un artículo y, como si nada, te aparece un comentario de Carolina Bescansa, de Pablo Iglesias o del miyagi Monedero. Son amigos de un amigo que es profesor de la universidad. Cuatro señoras juegan al parchís y a una se le ocurre comenzar a twittear con Iñigo Errejón. No problem, Iñigo inmediatamente responde y si no fuera por la hora parece que flirtea. Ellos visten como tú, pareciera que beben la misma cerveza que tú, que van a la misma librería, que odian al barbero como tú cuando eras feliz e indocumentado. Por eso (y por su descontento, claro está) una macedonia de independentistas, progres, ninis, estudiantes de tercera licenciatura, defensores del bien, becarios ochocientos euristas a pesar del doctorado y los cuatro idiomas, desconsolados melómanos cansados de escuchar a Joaquín Sabina y de sentir en su propia piel las injusticias de la trilogía TMM (Trump, Macron, Merkel) constituyen su espectro electoral, votan por ellos y son la vaselina que lubrica las llamadas telefónicas de Pablo Iglesias a La Moncloa.
Inicialmente conmovía tanta ingenuidad. "Ya caerán, ya se darán cuenta", decía Atlás, el perro de mi vecino, hace cinco y ocho años cuando el movimiento emergía. Pero ya no. Ahora genera rabia e incluso asco.
Es tan obvio que avergüenza tener que explicarlo. Sin embargo, lo intentaremos. Quien chatea con Monedero, le sonríe a Errejón o piensa que Pablo Iglesias es su alma gemela, al hacerlo está acostándose en la cama con José Luis Rodríguez Zapatero, Nicolás Maduro, Hugo Chávez  y Fidel Castro. ¿Es que no le da un pelín de asco?  Al reírse de sus chistes y de sus salidas de tono, usted está aplaudiendo a Tarek William Saab y celebrando con champán el "suicidio" de Fernando Albial precipitado desde el décimo piso del SEBIN caraqueño hace apenas dos semanas. Cada like a Errejón o cada mensaje en Instagram a Pablo Iglesias equivale a una muerte por hipertensión no tratada en una casa de Venezuela, a un paciente con VIH que no tiene terapia antirretroviral para controlar sus linfocitos, a una madre que en las calles de Caracas busca comida para sus hijos en las bolsas de la basura o a cinco jóvenes que se marchan del país caminando porque se cansaron de no comer y que luego una mafia innombrable termina convirtiendo en prostitutas.
La próxima vez, antes de reír cualquier ocurrencia que le parezca cercana de los líderes de PODEMOS, pídales que le cuenten de los saraos que hace diez años Hugo Chávez les montaba en La Florida caraqueña, de los hoteles en que los alojaba, de los programas políticos que para él construyeron y de los millones de dólares con que recompensó su trabajo y patrocinó el comienzo de sus actividades. Exíjales que muestren la factura telefónica de los últimos diez años, que expliquen qué oscuro negocio, qué peludo placer, lleva a Rodríguez Zapatero cada dos semanas a Caracas y de qué forma todos los días Pablo Iglesias presiona a Pedro Sánchez para que se suavicen las medidas contra dictadura de Nicolás Maduro.
Cuestiónese al menos. Si usted lo hace, quizá yo deje de llorar y maldecir, quizá contemple la posibilidad de respetarle nuevamente.

9 oct 2018

El bucle amoroso de la portabilidad telefónica




Vodafone me hizo una oferta que, imbécil de mí, escuché. Era la portabilidad: una especie de divorcio sin consecuencias, una migración a un mundo mejor y más barato. Movistar me la explicó desde el cariño y me arrepentí. No tenía sentido. Le agradecí incluso que me indicara la forma de deshacer el entuerto. En eso estuve durante por lo menos 72 horas. Llamaba a Vodafone para cancelar la portabilidad y luego Movistar me llamaba para decir que no les constaba que el divorcio hubiese sido anulado. Vuelta a llamar y vuelta a ser llamado. Horas y horas. Al final igual Vodafone consumó mi divorcio con Movistar, sin importar mi negativa explícita ni el número de referencia de todas las cancelaciones que había hecho.  A partir de entonces me quedé sin línea, pendiente de ser retroportado a Movistar. Nada de Guatemala a Guatepeor. Más que la migración a un mundo ventajoso y de menores costes, se trataba del abandono de un pasajero en altamar. 
Cansado de nadar, sin ver posibilidad de orilla, sintiendo que el tiempo pasaba y Movistar no se ocupaba del asunto, compré una tarjeta de Lebara. No me arrepiento. Es lo mejor que he tenido en mucho tiempo, sobre todo por lo económico y porque tenía muy buenas tarifas para llamar al extranjero. Lo malo era que tenía que vivir con otro número y, por si fuera poco, como si estuvieran de acuerdo y lo supieran todo, Vodafone atacó la nueva línea con seductoras ofertas.
Mientras las escuchaba, vi pasar, absolutamente despreocupado, un usuario de Twenti. Consciente de mi envidia, no lo pude evitar y recordé una ranchera de Miguel Aceves Mejía: algo así como “Ay, Dios, cuándo me darás lo mío pa’ ya no desear lo ajeno”. Decidí ir a una tienda y sentí vértigo de solo ver las opciones que todavía no había frecuentado: Yoigo, Jazztel, Orange, Euskaltel, Simyo, Lowy, Amena y Pepephone.
Di mi número de telefono en algunas de ellas y comenzaron a llamar. El vértigo trascendió mi cuerpo y alcanzó el aparato, que quedó sin batería. Solo entonces comprendí que nunca me había aprendido el pin de Lebara. Puto pin.  De tanto tener no tenía otro recurso que insistir con la retroportabilidad a Movistar. En ello estoy: algo así como pedir que me vuelvan a querer, decir que he sido engañado, que me había arrepentido pero que Vodafone no quiso escucharme y se esforzó para que yo fuera un número más en su cuenta, pero que quiero y necesito volver. Todo eso, como en el siglo pasado, desde un teléfono de cabina, el único en quince kilómetros a la redonda.

30 sept 2018

Dos veces Slavko



En la puerta del hospital, informe en mano, me espera el acompañante del  último paciente. 
"Doctor, somos tocayos".
No le respondo inmediatamente. Me falta la costumbre y toda la vida he aprendido a llevar mi nombre como cruz, a mirarlo desde la acera de enfrente, a deletrearlo como si fuera una presentación (farmacológica o comercial, da igual) de medicamento y con el tiempo, pero muy poco a poco, a quererlo.
Fundamentalmente sé (y durante la infancia lo lamenté muy mucho) que no me llamo Juan ni José, tampoco Santiago ni Carlos. Evidentemente es la misma situación de quien me habla.
"¿Te llamas Slavko?", le pregunto con incredulidad, como un marciano en la tierra le preguntaría a otro si viene de Marte, si acaba de llegar. Es también una forma de preguntarle cómo lo lleva.
"Bien", me responde y entre nuestros ojos se escribe una historia sobre la migración de los nombres. El mío desde Zagreb hasta La Guaira en los hombros de mi padre después de la segunda guerra.
"Eran otros tiempos", me dice.
El suyo desde Sarajevo hasta Madrid en medio de la guerra de los Balcanes. Ya han pasado 25 años.
Juntos recordamos a los tocayos célebres: Slavko Barbaric, el cura que se empoderó de la Virgen de Medjugorje, y cómo no, el niño partisano de los dibujos animados hace más de sesenta años: Slavko, el amigo de Mirko.
Podríamos hablar más. Yo le podría hablar de la biografía que le he inventado a mi padre. Podría preguntarle por su vida, si sabe quién es Salvador Prasel o Izet Sarajlic. Si se ha estremecido leyendo La enciclopedia de los muertos de Danilo Kis, si se emociona como yo cuando ve el Mar Adriático o cuando Croacia le mete dos goles a la Argentina de Messi y Maradona.
Podría podría pero el curso vital, sus heridas, las mías, y el encuadre hospitalario no lo permiten.
Nos despedimos con un apretón de manos. Todos los pacientes deberían ser iguales, pero es imposible.
Comienzo a caminar hacia la estación. Sonrío. No estoy solo. En esta provincia no soy el único que se llama Slavko. Haber haber, ya sé por lo menos de dos.

27 sept 2018

Reivindicación de Turkey



Cuando Enrique Vila Matas publicó Bartleby y compañía (Anagrama, 2000), quienes inmediatamente empezamos a adorar ese libro leímos otra vez a Herman Melville para encontrarnos con el escribiente Bartleby. Presentado por Vila Matas, relacionado con los escritores de obra amputada, que habían dejado de escribir o que nunca lo habían hecho, el escribiente Bartleby se antojaba encantador. La oración "preferiría no hacerlo" vinculada con el no escribir, que en realidad es la exageración extendida a lo largo de toda la vida del miedo matutino que impregna la vida de la mayoría de los escritores,  resulta(ba) atractiva y engancha(ba), fundamentalmente porque a partir de ella Vila Matas había construido un libro precioso. Fue por eso y no por otra cosa que empezamos a querer a Bartleby. También es verdad que antes de Vila Matas está el propio texto de Melville y la edición que de este hizo Bruguera: cubierta diseñada por Mario Eskenazy, prólogo y traducción de Jorge Luis Borges. Por todo ello comenzaron a proliferar libros que citaban a Vila Matas y nombraban a Bartleby, editoriales y librerías bellísimas que usaban su nombre como bandera, empresas que obviamente Bartleby habría preferido no acometer.


Bartleby en verdad es un personaje que carece de encanto. Inmóvil, pálido, desolado y morigerado desde el primer momento en que aparece en el relato. Fue contratado para influir positivamente en los dos copistas que ya trabajaban en el despacho: Turkey y Snipers, el primero de arrebatado carácter matutino, el segundo fogoso y ocupado en trapicheos. Durante los primeros dos días desempeña sus funciones de manera extraordinaria, pero ya al tercer día, cuando se le pide confrontar copia y original con su jefe-narrador pronuncia su inevitable "preferiría no hacerlo". A partir de allí, la repite ante toda propuesta que se le formula. Gris y pálido, por hacer, no hace nada. No habla, no participa, no copia. Incluso al final del relato se niega a renunciar y dejar de dormir durante las noches en el despacho. Pasivo y agresivo, obliga al abogado agregado a la Suprema Corte de New York a mudarse, dejando a Bartleby como mueble olvidado en un rincón. Para imaginárselo en la actualidad, habría que recordar a un huésped incómodo que permanece eternamente sentado en la mesa de la cocina, no saluda a los niños y, sobre todo, se niega abandonar la casa en el tercero, el cuarto y el trigésimo día. Aunque es inglés, como el relato sucede en New York, habría que diagnosticarlo con el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders): rasgos evitativos y esquizotípicos de personalidad. Más importante es que universalmente sería, ha sido y es un personaje incómodo, un amanuense silencioso e inútil, raro, gris, a quien solo el carácter pacífico y carente de ambición de su abogado-jefe-narrador puede encontrar interés.



Por si fuera poco, contrapuesto a Bartleby, en ese mismo relato de Melville hay un personaje fascinante. Se trata de Turkey, un copista también inglés que resplandece en las mañanas pero que se va apagando progresivamente a partir de las doce. Este declinar hace que en las tardes se descuide al mojar la pluma en el tintero y manche originales y copias llegando a mortificar a compañeros y jefe. Es, qué duda cabe, un personaje incómodo, pero florido, productivo. Una especie de Sancho Panza eficaz durante cuatro horas. "Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar... Una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y los estampó como sello en un título hipotecario".
Obviamente cada escritor elige el personaje que quiere. Y en el relato de Melville, Vila Matas eligió a Bartleby. Yo, sin posibilidad de duda, solo por el bizcocho de jengibre y la hipomanía matutina habría elegido a Turkey. Es mi personaje favorito de todo el relato. Si a partir de ahora veo en el Levante que habito una panadería, una tienda de jardinería o una carnicería que lleve su nombre, prometo ser cliente fiel. 

23 sept 2018

Hospital




De vez en cuando aparece en la consulta un paciente que dice odiar a los médicos y que rechaza todo lo que tiene que ver con el ambiente hospitalario. Habría que esforzarse para encontrar alguna diferencia con el profesional que lo atiende. Tiene manos y pies. Puede también ser depositario de carisma y estudios. No siempre viene obligado, lo que resulta paradójico. Pero igual aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para despotricar del entorno al que nos sentimos especialmente vinculados desde las prácticas de la facultad; un edificio, un discurso, para muchos un sistema, con el que hemos construido una relación de pertenencia. Habla del hospital y es como si hablara de nosotros mismos. Así de profunda y lacerante sentimos la herida. Dice que incluso a lo lejos le disgusta: es por el color de las paredes. Construye al decirlo una paleta infinita que va del blanco al azul pasando por el verde y el gris ya que salvo el rojo y el negro colores los ha habido todos. Pero también por la arquitectura particular: desde fuera el hospital parece un cajón, así dice, pero dentro resulta que es un laberinto. Continúa con el olor. En su memoria se mezclan, como si se tratase de la pócima de la bruja, gotas de alcohol, iodo, asafétida, sangre, orín y lejía. Su recuerdo no considera que la mercromina, igual que los dinosaurios, está desapareciendo. Es lo que hay. Habla también de nuestras ropas. Dice que odia la bata blanca, que le produce rechazo y, escudándose en algún texto divulgativo, incluso enfermedad. Habla desde la memoria porque el médico que le atiende viste casaca y, hoy por un error del ropero, de color azul. ¿Cuánto de E.R. y Hospital Central hay en el discurso que esgrime y multiplica? Mucho quizá. ¿Y de las fobias de Tony Soprano? También, igual que quizá parte de la culpa la tienen las novelas de A. J. Cronin o algún artículo de tono médico de Juanjo Millás o de Manuel Vicent. Pero nosotros inevitablemente intuimos que la mayor parte de su rechazo viene de dos temas estigmatizados, la enfermedad y la muerte. Dos temas que hemos hecho nuestros cuando son ajenos, de los que nos hemos apoderado a través de un sistema que permite que los manejemos con guantes, pinzas y ordenador. Por eso y por la técnica adquirida con la formación y el trabajo al médico no le hacen tanto daño. Pero a este paciente sí. Cuando se marcha deja como duda si acaso hubo una experiencia primigenia: una primera visita al hospital en la infancia, la enfermedad o la muerte de un ser querido. Esa vivencia que quizá a nuestro paciente alejó de la clorhexidina a alguno de nosotros, al médico que le ha atendido por ejemplo, le sirvió de acicate para acudir a la facultad y hacer luego del hospital su casa. Esa es la única diferencia.

14 sept 2018

Cuartientos por encargo



Nada de miedo, Cuartientos no pretende multiplicarse en franquicias: estos textos no son productos sino perceptos y entre sus ingredientes no hay salsas, minerales ni telas, elementos que se han demostrado imprescindibles en el tema del franquiciado. Cuartientos tampoco se convertirá en un programa de radio al que los oyentes puedan llamar pidiendo sus canciones. Esto a pesar de que Radio Cuartientos es un excelente título para relato o novela. No repartiremos (ni el blog ni yo) pizzas ni paellas a domicilio. No por nada sino simplemente porque blog no cocina y servidor nunca lo ha hecho para más de cuatro. Lo que pasa es que ha habido un parón, en parte por el verano pero también por el otoño, y los lectores de Cuartientos reclaman su dosis. Quien lo explicitó por primera vez fue mi madre a través del teléfono: "No has escrito nada últimamente" En uno de esos bucles que solo es posible rizar cuando hay mucho sentimiento me hice un ovillo explicándole que publicar en Cuartientos era solo una pequeña parte del escribir y que bla-bla-bla-bla-bla. "El asunto es que no estás publicando nada en las últimas semanas", concluyó ella y cambió de tema sin posibilidad de protesta. Luego, el vecino con el que comparto las hojas de una falsa pimienta. Barrió su lado y en lugar de llevarse su parte la amontonó junto a mi parcela. "¿Y que pasa con Cuartientos?", me dijo cuando intenté acercarme para preguntarle si le ocurría algo. "Nada, nada. Es que estoy corrigiendo unos relatos", le respondí mientras, avergonzado, recogía sus hojas y las juntaba con las mías. Así fue hasta ayer, dos o tres reproches a la semana. Hoy, he podido notar, los lectores han depurado su técnica.. Simplemente me proponen temas: como si se tratara de un período de infertilidad creativa me rocían con las hormonas de su imaginación. Comenzó al cerrar la consulta, al final de la mañana. El primero fue Félix, el administrador de la clínica: un hombre que en diez años nunca ha hecho nada más que saludarme, en el ascensor comenzó a contarme su vida toda y luego, frente a admisiones, la de la mitad de sus representados. No terminaba de digerir tanta información y entré en la frutería, quizá buscando un laxante. Era el turno de Khalid: en diez minutos me contó el año más rocambolesco de su vida, repleto de sustancias, aduanas y piernas bonitas. Caminé como pude hasta la estación y, mientras esperaba el tren, el vigilante me abordó. Pensé que se trataba del abono a punto de caducar, pero no. El hombre también lee Cuartientos. "¿Tú eres el escritor, verdad?". Acto seguido, empezó a hablar de su pasión por las motos. Las donaciones en general me gustaban pero eran tantas que para metabolizarlas decidí refugiarme en el sofá. Sonó el teléfono. Era Bárbara, mi gran compañera de la facultad. Sin ton ni son, sin que nunca hubiéramos hablado de nada parecido, comenzó a referirme detalles del encuentro amoroso con un actor catalán, tan desconocido él para mí como yo para él seguramente. La escuché con atención. Cuando me pidió que registrase bien los detalles, comencé a amuñuñar una hoja de papel para que creyese que los estaba escribiendo con pluma sobre el escritorio de madera. Cuando terminó, vine corriendo a la cama a escribir este cuartiento simplemente para decir que el blog ha vuelto, que estoy escribiendo y que poco a poco iré perpetrando los cuartientos que mis lectores tengan a bien encargarme pero, eso sí, uno por uno, por favor.

10 sept 2018

Toro o "trainer"




A pesar de lo viva que es la fiesta del toro en la provincia reconozco no haberla vivido como tal. Sin embargo, por residencia y resiliencia, me toca ver la multitud a lo lejos. Los veo y no los escucho. Es que están muy lejos y ni siquiera abro la ventana. Los veo simplemente. Hace veinte años vestían de blanco, llevaban pañuelos rojos y algún sombrero. Parecía, por culpa del polvo en la ventana y la precariedad novicia de mis ojos, un cuadro de Sorolla pasado por aguarrás. En ocasiones se veía un cuerpo volar. Cuando caía, a pesar de que no había escuchado ruido hasta entonces, sentía el silencio y luego, siempre a través de la ventana, podía percibir el alivio o el espanto, grito o suspiro. Al día siguiente la radio enumeraba las costillas que se había roto el hombre y refería si había habido o no traumatismo craneal. El diagnóstico se comentaba en la panadería, en el trabajo, en el jardín, con los vecinos.
Después llegó el chándal. Estaba en todas partes, también detrás del toro, delante y a los lados. En esa época tampoco veía el animal. Solo la masa de tejidos acrílicos caminar hacia delante y atrás, hacia los lados. Dejó de parecerse a Sorolla y, negro sobre blanco, más bien me hacía recordar a Miquel Barceló, alguna cúpula bancaria apenas pintada. Por si acaso aprendí a limpiar las ventanas y empecé a ir al oftalmólogo. Igual. Lo que se veía era un conglomerado de telas oscuras y brillantes que iban y venían. Pensé en alguna ocasión que el toro bien podría ser yo, yo mismo, o que él y yo veíamos lo mismo. Más razones para no abrir la ventana a pesar de respetar las costumbres de mis vecinos y mi disposición a atenderles en caso de que mis servicios fuesen requeridos.
Ahora todo ha cambiado. Lo que veo es una marejada de colores. Rojo, amarillo, azul celeste, negro y blanco. Verde fosfito. Ropas estrechas. Mallas y zapatillas de running. Antes de la salida del toro, parece que está a punto de correrse una maratón. Y es que quienes acuden a la fiesta lo hacen con la misma ropa con que acuden al gimnasio, a la volta a peu, a los 10 K, a la maratón y tres cuartos. Algo de razón llevan: vestir así es más cómodo y seguro, quizá también resulta fashion. Cuando el toro sale, la masa se mueve hacia delante y atrás, a la izquierda y a la derecha. Suben y bajan frente a mis ojos. Dos pasitos p’alante y uno p’atrás. No puedo creer lo que veo. Quizá el cristal está empañado, quizá la miopía ha aumentado. Ellos lo distorsionan todo. Pero no, es la verdad. Está pasando a lo lejos, allá junto a la plaza en la plaza. Es una clase de cross fit o una sesión de zumba. Los clientes del gimnasio se mueven a tope. Y el toro, señores, por culpa de la vestimenta de los aficionados, el toro es el monitor. Sus ojos y sus cuernos hoy dirigen el entrenamiento colectivo.

26 ago 2018

Sacerdotes parecen ser




A expensas de mí mismo y como su cadáver junto a la acera pretende eternizarse en la mirada vidriosa de los transeúntes, confesaré que no me importa en absoluto su muerte y admitiré que estoy cansado de ver cómo las personas lamentan la muerte de aquéllos que poco o nada le importaron. Recordaré para todos, y creo que ése será el peor de los castigos, el momento de la ceremonia fúnebre del Cardenal Ignacio en que vi caminar entre los bancos de la nave central a un anciano de lentes oscuros y bufanda amarilla. Reconocí en él al padre de Gerardo Occhipinti, un alumno del colegio.

18 jul 2018

El día que desaparezcan las redes sociales




Desaparecerán, claro que sí. Aunque ahora parezca imposible algún día las redes sociales desaparecerán totalmente. Así ha pasado con todo. Los dinosaurios, los teléfonos de cabina, el reproductor de casetes, el sexo en el asiento trasero del coche, las películas de celuloide, las máquinas de escribir y las monedas de veinticinco pesetas. Ahora nos parece imposible y no lo vemos con claridad porque ellas, las redes, ocupan nuestro tiempo e incluso, a pesar de venderse como virtuales, nuestro espacio. Pero sucederá, claro que sucederá. No es que lo diga con esperanza, como si fuese mi deseo el que desaparecieran. Es que no puede ser de otra forma. Todo tiende a desaparecer y, si tecnológico, su partida es tan inevitable como la presbicia y la menopausia. Las echaremos de menos, claro está. Su desaparición generará mogollón de nostalgia, inevitablemente. Muchos adolescentes imprimirán sus últimas publicaciones y las colgarán enmarcadas en la pared con la intención de mostrárselas a los nietos. Algún histérico incluso dejará de respirar: no podrá decir nada, pero sus herederos se quejarán de la tristeza que le invadió al no poder compartir con los demás cuanto hacía. Pero también habrá mucha alegría. Quizá mucha gente pueda finalmente relajarse y, al hacerlo, dirán que estaban agobiados con tanta falsedad y postureo. Eso puede ser cierto o falso según de quién se trate y qué amistades cultivase. Virtualmente, claro está. Ambos grupos, a su manera, tendrán la razón. Pero esas son tonterías, chuminadas. A mí lo que realmente me interesa es que, por incongruente que parezca, el anuncio de la desaparición de las redes sociales llegará a través de ellas mismas. Será el equivalente a un mensaje entre dinosaurios hace millones de años: "Es necesario saber y decir a los otros que estamos desapareciendo. No están matando". Un mensaje que tiene tanto tiempo emitiéndose ha de ser cierto.

30 jun 2018

El mundial es un concurso de cuentos




Lo reconozco, este fin de semana me voy a hinchar de ver partidos de fútbol. Los voy a ver todos, uno por uno. Quizá incluso, televisor permitiendo, intente retroceder el cable para ver varias veces la misma jugada. Por eso demoraré frente al aparato mucho más tiempo que la suma de minutos de todos los partidos. No será ese el problema, ya lo he dicho: haré un ejercicio absolutamente televidente y futbolístico de mi fin de semana. Pero que nadie piense que lo haré por compromiso deportivo, identidad nacional o como gesto de emancipación ante el control que de los aparatos electrónicos hacen en casa mis propios hijos. Nada que ver. Tampoco estilo escuela de machos: full cerveza, sudor masculino a tope y aceitunas negras y también verdes deslizándose por el gaznate. Nada de eso, mi señor. Lo haré, como he hecho la mayor parte de cosas en mi vida, por afán literario, por puro afán literario. Que no se horrorice la peña y nadie se atreva a pensar que estoy fardando, que simplemente quiero ver los partidos y, para no reconocer que lo hago por interés deportivo,  meto la literatura en el medio. Nada que ver. Estoy hablando absolutamente en serio y quienes me conocen bien, amigos, compañeros de trabajo e incluso los lectores escrupulosos ya me han escuchado pronunciarme al respecto. El asunto es que esto del fútbol, FIFA y mundiales incluidos, es un asunto literario. No me refiero a las ideas que por años han rumiado Eduardo Galeano, Vila Matas o mi querido Iván Thays. Ellos se han limitado a plantear el asunto desde la emoción. Aman un equipo de fútbol, una selección, y expresan con palabras y lágrimas el movimiento de sus vísceras. Yo estoy hablando de un asunto profesional, de escritura pura. El fútbol es un asunto de dinero, de mucho dinero, y por tanto cada cosa que pasa alrededor de un evento como el mundial, todo aquello que sucede dentro y fuera de la cancha, ha sido previamente planificado, obedece a un guion previamente escrito que no permitirá que nada se escape y que mantendrá a buen resguardo el dinero de esa entelequia que llaman los mercados. Así, han sido diseñadas con antelación (por brillantes escritores contratados ex-profeso por Putin e Infantino)  cada drama vivido por las selecciones nacionales, cada puesta en escena de futbolistas retirados y, obviamente, cada gol y recontragol (con VAR o sin él) que se añada al marcador. Créame usted, por favor, que le estoy diciendo algo en lo que realmente creo. Nada de esto es casual, nada nunca lo ha sido. Cada selección es un cuento, escrito por un escritor mercenario. El despido de Lopetegui fue el capítulo de una novela pagada por el Real Madrid. Los fallos de De Gea algo parecido en cuanto a que también es novela, pero el dinero en este caso viene del Reino Unido. Si a Maradona lo dejan caer y precipitarse  en el próximo partido es verdad que no se perderá mucho, pero lo importante es que su desguace será el final de un texto literario. Así la victoria o la derrota de cada una de las selecciones que en las próximas horas deciden su destino. Son cuentos, relatos, que juegan a enfrentarse entre sí a pesar de que los jueces ya tienen en sus manos el texto ganador. Por eso es que veré todos los partidos de hoy y también todos los de mañana. Por literatura, porque quiero aprender de los maestros. Porque voy a vigilar sus recursos. Estaré atento de sus anáforas y elipsis, controlaré sus hipérboles y metonimias, criticaré la tautología. Mientras eso haga también disfrutaré de los goles y las paradas. Quizá incluso me tome alguna cerveza. Mucho más todavía, no descarto alzarme y aplaudir, ponerme a gritar como cuando no sabía ninguna de las verdades que ahora me han sido reveladas, y seguir disfrutando de la literatura, celebrando con el ganador del concurso, llorando con todos los perdedores.

28 jun 2018

Aquello que es necesario hacer para que no te abandone el colaborador doméstico



Lo he visto y escuchado todo. Aumentarle el sueldo, hacer que el trabajo le resulte atractivo. Me parece lo más lógico. Ayudarle a realizar su trabajo. Inicialmente lo consideraba exagerado, pero con el tiempo he notado que quienes así lo hacen sacan más provecho de su inversión. Permitir que venga a casa con los hijos. Lo tengo claro, es una situación peligrosa, cónsona con el espíritu conciliador y explotador del siglo XXI. Hacerle de transportista. Recogerle en la puerta de su casa a las nueve de la mañana y devolverle a la una: los minutos en que se realice el recorrido están incluidos en la jornada laboral y es posible que el colaborador elija para sentarse el asiento trasero. Limpiar la casa antes de que llegue el colaborador. No es sano. No tiene sentido limpiar lo que ya está limpio. Quien lo proponga necesita terapia y no se le puede garantizar mejoría antes de dos años. Pero lo que he sabido hoy bate con creces todas las posibilidades de la comprensión humana. Es un razonamiento impropio de este mundo, como una novela de William Faulkner, una patada en las partes nobles, siete palabras de Augusto Monterroso o un beso en la puerta del colegio a los catorce años. Es sencillo, tanto que parece más bien una maniobra financiera anterior a la puesta en circulación de la moneda. Es cierto. Sucedió a uno o dos metros de mi oreja derecha. El colaborador doméstico no quería prolongar la jornada y aducía la necesidad de limpiar su propia casa. "Es que lo tengo crudo, todo revuelto. No puedo seguir así". "No te preocupes", le dijo mi vecina. "Tú te quedas trabajando aquí y yo voy a tu casa y te la limpio". Eso fue lo que escuché. Podría jurarlo por uno de mis riñones, nunca por los dos.

22 jun 2018

Curar la ceguera, inventar la limonada




Son dos pretensiones antiguas, lo sé. Poco importan los avances de la medicina, las premoniciones de Lee Majors en The six million dollar man y que la limonada no solo ya ha sido inventada sino que seguramente es una de las primeras bebidas que todos aprendimos a preparar. No importan, no. Casi como reto de especie, continuamos queriendo curar la ceguera e inventar (por mejorar) la limonada.
Lástima que a pesar del empeño sostenido siguen siendo pocas las posibilidades de avanzar en el asunto. Por eso se deja registro incluso de los más pequeños avances. Porque hay poco que hacer. ¿Cómo curarla? ¿Cómo mejorarla?
Pienso en ello durante el desayuno mientras los residentes de oftalmología comentan sus hallazgos y los de psiquiatría recuerdan cómo un ciego de toda la vida, con perro lazarillo y todo, les ha sido derivado porque comenzó a ver. La derivación es lógica, ve cosas que no existen: animalitos, fantasmas que se lo quieren llevar más allá de la muerte. Seguramente está infectado y no hace falta ser médico para saber que está confundido.
—El asunto es que ve dice con clarividencia el residente más joven.
El problema es que si los internistas lo curan dejará de ver dice el otro.
No ve ya que no hay percepto. Alucina aclara un adjunto iluminado.
Pero alucinando ve insiste el residente clarividente.
La conversación aunque condenada a fracasar, o quizá por ello, me agrada e intervengo con mi planteamiento original: curar la ceguera, inventar la limonada.
El adjunto, a quien sé feliz cultor de la gastronomía china, cuenta su verdad.
—La limonada yo la invento todos los días.
¿Cómo? preguntamos todos al unísono.
Mi hija se llama Li y todas las mañanas la despierto llamándola monada: Li, monada.

18 jun 2018

¿Para qué sirve escribir?



A mí, me ha sido útil para todo. Desde el inicio de la vida ha sido mi forma de relacionarme con el mundo.

Resulta temerario decirlo, pero a veces pienso que sin escribir, sin haber escrito, no habría logrado vivir, no estaría vivo.

Escribir es para mí un asunto tan importante como comer, quizá como defecar. Es, en todo caso y sin posibilidad de duda, una acción imprescindible. Ventana, puerta, mesa y chimenea de la casa en que vivo. Corazón, pulmones, hígado y riñones del cuerpo que habito. No solo por el momento propio de la escritura: hace años metiendo el folio blanco en el rodillo de la máquina de escribir y ahora temblando y gesticulando frente a la pantalla del ordenador. No solo por eso. Es también imprescindible por la pre-escritura, gracias a la cual permanentemente estoy pensando, mascullando, dándole una vuelta literaria a las cosas que suceden a mi alrededor.

De esta forma y porque comencé a escribir y publicar con la adolescencia, escribir es lo que me ha permitido conocer a mi padre, enamorar a mi primera novia, aprobar los exámenes más difíciles de la facultad, contactar (en el trabajo o en el autobús) con los interlocutores más complicados, comunicarme con mi madre a diez mil kilómetros de distancia e incluso interactuar con mis hijos.

Lo recomiendo como terapia y en mi propia vida volvería a permitir que su milagro se repitiese.

Para lograrlo, habría que tener otra vez tres años, plantarse frente a la biblioteca materna y, con una mezcla de temor y atrevimiento, volver a coger el Lazarillo de Tormes, leerlo y comerlo otra vez.

Todo lo demás sucedería progresivamente, de manera imperceptible, apenas respirando y leyendo, mirando a través de la ventana, dejando el tiempo pasar.

7 jun 2018

Azulejos rosas de la casa verde




Cuando José Luis supo que Vargas Llosa visitaría la fábrica en apenas una semana, se apartó del horno, se despojó de guantes y cascos y empezó a saltar de alegría. Era el encargado de la sección, con veinte horneros a su cargo, y en ese momento estaba junto a la entrada de la Nasa, el séptimo de diez hornos, llamado así por los trabajadores debido a su color blanco y su aspecto de cohete espacial. Había venido a decírselo el jefe de turno.
―Lo anunciaron en la reunión de esta tarde. Estaban todos, el jefe de producción, recursos humanos y la gerencia. Vargas Llosa vendrá el jueves próximo y dicen que escribirá un artículo sobre nosotros. Hay que tenerlo todo niquelado.
Realmente no era una noticia sorprendente. Desde el inicio de su relación con la Preysler, Vargas Llosa se había convertido también él en una especie de imagen de la empresa. Acompañaba a su novia en todos los actos, aparecía en los reportajes e incluso se decía, aunque sin prueba alguna, que por hacerlo él también recibía dinero de la azulejera. Si ya lo habían hecho todos los famosos que le daban imagen a la empresa, tarde o temprano Vargas Llosa también tenía visitarnos. Eso era lo que estaba a punto de suceder.
Pero sin importar que fuese o no una sorpresa, no dejaba de ser un motivo de alegría. La posibilidad de verlo de cerca, de estrechar una de sus manos o de hacerse firmar un libro era el motivo por el que José Luis saltaba junto al horno dejando de escrutar a través de la pantalla del ordenador la temperatura a la que se cocían las piezas sobre la cinta transportadora.
Él siempre había sido un admirador ferviente de la obra de Vargas Llosa. Cuando nadie en toda la provincia de Castellón sabía quién era, mucho antes del Nobel y de su relación con la Preysler, ya José Luis lo había convertido en su escritor preferido y repartía sus libros entre los compañeros de trabajo. José Luis era un excelente encargado. Ésa era la característica más importante de su vida, pero lo que más resaltaba, su particularidad, el detalle íntimo que lo mejor lo describía era que admiraba profundamente a Mario Vargas Llosa. Había leído todos sus libros y siempre los citaba. Desde Los Cachorros hasta Memorias de la chica mala, pasando por el Katie y el hipopótamo y la tesis doctoral sobre García Márquez. Lo había leído todo e incluso conocía detalles secretos de su biografía. Difícilmente había en todo el Levante una persona que conociese y admirase más a Mario Vargas Llosa que José Luis. Ni escritores ni profesores universitarios. Mucho menos trabajadores de azulejeras, jefes de turno, jefes de producción o gerentes.
Por eso los compañeros le pedíamos libros de Vargas Llosa en préstamo y él nos los daba. A mí me prestó La fiesta del Chivo. Lo leí en aproximadamente tres o cuatro semanas. Aunque el libro es muy bueno, con el horario que tenemos no es fácil sacar tiempo para leer. Yo normalmente lo hago antes de dormir pero, como estoy tan cansado, a la media hora me rindo.
―Entonces tendremos que hacer algo especial para cuando venga. Algo muy bueno. Ya se nos ocurrirá ―le dijo José Luis al jefe de turno cuando logró tranquilizarse.
―Claro, hombre. Pero ahora ve y controla ―respondió éste señalándole al mecánico que estaba a punto de abrir la escotilla del octavo horno. ―Cuidado éste provoca un incendio y luego nos echan a los dos.
Seguidamente escribió en su libreta: “Vargas Llosa: José Luis quiere organizar algo. Planteárselo al jefe de producción y éste que lo comunique a la Gerencia”.



Dos años atrás, José Luis había conocido a la China. No es que la China se pareciese a la Preysler. Es que era igualita, clavada. Los mismos ojos, la misma boca, la cinturita pequeña. Cuando comenzó a trabajar con nosotros, todos nos dimos cuenta de ello e incluso alguno dijo que quizá eran parientes y que por eso la China había logrado enganchar en plena crisis.
En ese momento de la discusión, José Luis fue el que intervino y lo explicó:
―Tiempo al tiempo. Si fuese pariente de la Preysler no iba a enganchar en la empresa como clasificadora. Diez horas de pie seis días a la semana.
En clasificación, el noventa por ciento son mujeres y, como hay que estar tanto tiempo de pie, se les hinchan las piernas y les brotan varices.
―Tienes razón ―admití, también un poco para darle cuerda y que nos dijera más cosas.
―Lo que sí es verdad es que una abuela suya nació en Filipinas
Allí inmediatamente se supo todo: estaban saliendo. Era la única manera de explicar que José Luis supiera tantas cosas sobre ella. O estaban saliendo o José Luis estaba interesado en que eso sucediera. Por eso también la habían contratado. No es que eso suela ocurrir en la empresa: aquí van más bien con el rollo de la transparencia. Pero si hay que darle un trabajo a alguien, a igualdad de méritos, mejor un conocido que un desconocido, como en todas partes.
―Me parece fenomenal ―fue lo que dije y aproveché para recordarle a José Luis que me trajese al día siguiente el ejemplar de Pantaleón y las visitadoras que me había prometido.
Cuando terminé el libro y se lo entregué, ya José Luis estaba formalmente liado con la China. De hecho todos hablaban de ella como si fuera su pareja e incluso la había convertido a su credo: la China también era devota de Vargas Llosa.
―En tres semanas ésta se ha leído ya cinco novelas, ¿verdad, China?
Inmediatamente, la China comenzó a enumerarlas:
―Sí. La Guerra del fin del mundo, La ciudad y los perros, La casa verde y Los Cachorros.
―¿Y La tía Julia y el escribidor? –le pregunto José Luis, seguro de que le había entregado el libro en la segunda cena.
―Voy por la mitad, todavía no la he terminado.
―Pues ésa es la mejor.
Así era José Luis. Más que un encargado parecía un escritor peruano.
―Qué raro que no te has enamorado de una peruana ―nos burlábamos de él.
―Es que encontré a La China ―se justificaba y nosotros asentíamos. “No hay nada más bonito que el amor”, dice una pegatina que está colocada junto a la máquina del café, pero si tú tienes que trabajar sesenta horas a la semana lo mejor que te puede pasar es que tengas a alguien que te quiera fijo y no tengas que estártelo buscándolo por ahí día sí y día no.
Meses después, cuando se supo que Mario Vargas Llosa se había separado de su mujer y se había enamorado de la Preysler (a mí me lo dijo mi mujer, que lo leyó en una revista de la peluquería), lo primero que hice fue llamarlo. Eran demasiadas las coincidencias. Por un lado él y su admiración por Vargas Llosa: con el tiempo incluso se le parecía físicamente. Y por el otro,  la China, que era clavadita a la Preysler. Ambos además trabajando en la empresa de la que la Preysler era imagen.
Él lo recibió con buen humor:
―Pues entonces dirán que somos una réplica viva. La diferencia es que Don Mario nunca trabajará para nosotros.
Visto lo visto, se podía decir que se había equivocado.



Fue de José Luis la idea de que los trabajadores nos reuniésemos con Vargas Llosa durante su visita a la fábrica. La idea del dueño era que simplemente pasease por las instalaciones y que luego fuese a comer en un restaurante de Castellón, pero José Luis insistió.
―Hacerlo así no tiene sentido. Don Mario es un hombre al que siempre le ha gustado el contacto con la realidad. Seguramente estará feliz de poder reunirse con nosotros.
Los encargados se negaron inicialmente a escucharlo, pero José Luis tuvo otra idea buena.
―No digan ni que sí ni que no, consúltenlo con su agente literario.
Pues al agente le gustó y a José Luis lo llamaron para que acudiera a una reunión en recursos humanos.
―Podemos hacer una reunión informal con quince o veinte de nosotros. Que él pronuncie algunas palabras y luego nosotros le preguntamos algunas cosas o le damos libros para que los autografíe.
Hasta allí todo iba bien pero, producto de la admiración y del deseo de que todo saliera bien, José Luis cometió el error de poner en evidencia a su novia.
―La China puede entregarle unas flores.
Él no lo dijo por la preferencia que obviamente tenía con la China sino porque siendo una de las últimas clasificadoras en ser contratada todavía no tenía las piernas brotadas de varices. No era posible pensar que las otras clasificadoras o uno de los chicos se acercaría a Vargas Llosa con un ramo de flores entre las manos. Sólo podía ser la China, pero apenas lo dijo vio cómo la mirada del jefe de recursos humanos y los tres gerentes se cruzaron y sintió, comenzó a sentir que se había equivocado.
―¿Qué China, José Luis? ¿Quién es la China? ―le preguntó el jefe de producción, con la aparente intención de ayudarle.
―La clasificadora, Inés Escamilla, contratada hace dos años si no me equivoco ―respondió José Luis y mientras lo decía vio cómo el de recursos humanos tecleaba en el ordenador.
―¿Es ésta? ―recursos humanos giró la pantalla no sólo hacia José Luis sino también hacia los gerentes y el jefe de producción.
―Sí, ella misma.
―Se parece mucho a la Preysler ―dijo uno de los gerentes.
El jefe de producción intentó ayudar:
―Es que uno de los abuelos es filipino.
―Demasiadas coincidencias ―dijo el otro gerente.
Por la forma en que recursos humanos comenzó a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre la alfombrilla del mouse José Luis supo que algo malo iba a pasar. No se lo dijeron inmediatamente pero José Luis intuía que los jefes habían comenzado a juzgar inadecuado el parecido que la China tenía con la Preysler.
Regresó a trabajar y luego de la pausa de la comida lo llamó el jefe de producción y se lo dijo.
―Por ahora vamos a despedir a la China, José Luis. La señora Preysler es muy delicada y si se da cuenta del parecido se puede ofender. No podemos correr ese riesgo.
José Luis intentó salvarla.
―Pero no es necesario. Que no participe en el acto con Vargas Llosa y ya basta.
―Lo lamento. Recursos humanos ya se ha pronunciado. Por ahora que se quede en paro y luego la volvemos a contratar.



Una rabia infinita que incluso le impidió responder al jefe de producción fue lo primero que sintió José Luis al escucharle. Regresó a su sección y, mientras desde el ordenador controlaba la temperatura de los hornos y viéndolos a través de las cámaras se cercioraba de la presencia junto a sus respectivos aparatos de los horneros, pensó en la posibilidad de renunciar. Así se acabarían todos los problemas y quizá incluso él y la China podrían hacer un viaje de placer. No era ésta una posibilidad fácilmente desdeñable. Apetecía incluso. Pero también era necesario considerar que su edad y la crisis no eran la combinación ideal para, al regreso del viaje, iniciar luego la búsqueda de empleo. Si se dejaba llevar por el calentón y renunciaba él también, quizá luego tendría que dar por acabada su vida laboral y no era eso lo que deseaba. Además, se perdería la visita de Vargas Llosa.
Esa tarde transcurrió sin ninguna incidencia. Quizá los horneros, sabedores de su malestar, se esforzaron en que todo marchara como la seda. Quizá fue un asunto de simple casualidad. Era una de esas tardes en que el de encargado es un puesto de trabajo prescindible. Pero lo importante es que no tuvo que salir de la cabina para nada y así tuvo tiempo y posibilidad de diseñar un plan que dejándolo a él en la empresa le permitiría recibir a Vargas Llosa y, si todo iba bien, si funcionaban todos los engranajes, la China regresaría a la empresa y todo volvería a ser como antes.
Lo único que debía hacer era llamar al jefe de producción y ofrecerle disculpas por su reacción. Ese no iba a ser el problema. Ya se enterarían en la empresa de con quién se habían metido.
―Héctor, perdona.
―Dime, José Luis.
―Te llamo por lo de antes, creo que no supe reaccionar adecuadamente.
―No te preocupes, yo sé que el tema es importante.
―Lo es, sin duda alguna. Pero nada puede ser más importante que la empresa.
―Tienes razón.


Vargas Llosa vino a la fábrica el cuarto viernes de abril. Lo hizo, cómo no, acompañado por la Preysler. Una limosina blanca los trajo hasta la puerta de la nave donde los esperaba una alfombra azul. Ella vestía un taller color salmón con zapatos rojos. Estaba bellísima, impecablemente maquillada. Él llevaba traje azul oscuro, camisa más clara y corbata granate. Entre la limosina, la alfombra, la elegancia de ella, el porte distinguido de él y el séquito de gerentes y jefes, todos también vestidos de traje, parecía que alguien estaba a punto de casarse. Solo unos ojos bien entrenados habrían notado en él un detalle diferente, impropio de una boda: los zapatos no eran de suela rígida, sino de caucho. Se veía que venía con ánimo de patear la fábrica. Quería caminar, hundirse en las entrañas del monstruo. Tenía sentido. Estas fábricas son maravillosas: un engendro de ingenio, eficacia y diseño industrial. Para quien no lo ha vivido, ver los silos altísimos, las inyectoras de tinta, los hornos infinitos, observar cómo de una paletada de arena creamos una superficie rígida que no sólo es bella sino que además le da nobleza a los suelos y, recubriendo las paredes, brinda protección contra la intemperie, para quien no lo vive todos los días como nosotros, esto es un milagro que vale la pena contemplar. Eso era lo que pretendía  y quizá ese paseo generaría luego un artículo en el periódico o, por qué no, el capítulo de una novela.
Los gerentes lo habían preparado todo con precisión. Una vez dentro de la nave, todos pasaron a las oficinas donde los esperaba un piscolabis. Por las risas que se escuchaban, intuíamos que había un clima distendido. El dueño pronunció unas palabras y luego llegó el turno de Vargas Llosa. Su discurso duró unos cinco minutos y, cuando terminó, la ovación fue clamorosa.
―¿Quién dijo miedo? ―fue lo que dijo Vargas Llosa cuando se abrieron las puertas de las oficinas y él salió acompañado por el jefe de producción.
Venía hacia nosotros. Ahora sí se encontraba con fuerzas para patear la fábrica y hundir la mirada en sus rincones impolutos, exentos de telarañas.
Ella en cambio permaneció en las oficinas, acompañada por el dueño, los gerentes y sus hijas.
Vargas Llosa inició con el jefe de producción y los jefes de turno el recorrido de fabricación de los azulejos. Primero los depósitos de arcilla. Llevaba casco de seguridad y en los silos se puso la mascarilla y las gafas de seguridad que le tendió uno de los jefes. Luego la sala de moldes, el laboratorio y el espacio de diseño. De allí marcharon hacia las prensas y finalmente, luego de cuarenta minutos, llegaron a los hornos. Allí los esperaba José Luis, que lo saludó sobriamente y le explicó el funcionamiento de la Nasa.
Después la comitiva, a la que se había incorporado José Luis, se dirigió a la sala de descanso de los trabajadores y fue allí donde nos hicimos firmar los libros que José Luis nos había entregado. El dueño había preguntado si sería necesario comprar ejemplares nuevos, pero José Luis se había negado.
―No es necesario. Para un autor, es reconfortante ver que su libro ha sido leído. Yo traigo los míos. Tengo treinta o cuarenta de Vargas Llosa, serán suficientes.
Aunque era obvio que luego sería él quien se quedaría con los autógrafos, ninguno protestó porque era justo que quien durante años nos había prestado los libros de Vargas Llosa continuase siendo su poseedor.
Después de la firma y, como sorpresa final, apareció una tarta gigantesca que no había hecho ningún repostero sino un artista fallero de Burriana. Esa sorpresa era el plan que había preparado José Luis. Tenía forma de libro a punto de abrirse y en la portada se leía Pantaleón y las visitadoras. Vargas Llosa reía de alegría pura y José Luis lo invitó a terminar de abrirlo.
―¿Cómo?
Los jefes de producción también estaban maravillados.
―Pulsando este botón.
Vargas Llosa cogió el extremo del cable que le entregaba José Luis. Pulsó el botón y del fondo del libro emergió la figura de una mujer bellísima que traía entre sus manos un ejemplar de la primera edición de Pantaleón y las visitadoras.
Mientras todos, jefes incluidos, aplaudíamos, Vargas Llosa le firmaba el libro y José Luis les hacía la foto.
Los jefes no la habían reconocido. Porque no llevaba uniforme sino un vestido tan descubierto como elegante. Por el maquillaje. Y por el clima que se había formado. Pero la mujer que salía de la falla era la China.
Esa era el proyecto de José Luis. Garantizarse que la China conociese a Don Mario y, por si fuera poco, quedarse con la foto de ella sentada en las piernas de él mientras le firmaba el libro. Si los gerentes no cumplían su palabra de reenganchar a la China, él usaría la foto para chantajear a Vargas Llosa y, a través de él, a la empresa.
―¿Y si no funciona? ―me había atrevido a preguntarle dos días atrás mientras veíamos cómo el maestro fallero pintaba las letras de la portada.
―Pues nada, renuncio y escribo un relato contando todo el asunto.
―¿Un relato? ¿Y cuál sería el título?
―”Azulejos rosas de la casa verde” ―dijo José Luis muy seriamente y tuvimos que salir de la nave porque nos estábamos partiendo de la risa.