21 nov 2017

Arroz con mango


Se repite desde hace más de cuarenta años, se multiplica, pero igual no deja de sorprenderme la afinidad infinita que tengo con esta mujer. Pasa el tiempo sin vernos, sobran los kilómetros que nos separan, divergen los asuntos que nos preocupan, pero siempre coincidimos. No se trata del caso del hijo que no puede vivir sin la madre y abdica, o finge que abdica, a todo por ello. Tampoco el del hombre que, luego de un trato distante, con los años, en la medida que se hace mayor y guerrea con sus propios hijos, se acerca cada vez más a los inicios. Nada de eso. El trato con mi madre siempre ha sido amoroso y adecuado. Cuando tuvo que corregirme lo hizo e incluso todavía de vez en cuando plantea sus desacuerdos. Cuando el momento era propicio para el abrazo tampoco hubo ahorro. Pero más allá de lo obvio, siempre nos hemos entendido: aunque al inicio parece que abordemos la realidad desde atalayas distintas, al final siempre hemos estado de acuerdo y la solución de la mayoría de los asuntos la celebramos desde la misma perspectiva. No nos miramos ya (por los kilómetros y porque sus ojos avanzan hacia la claudicación) pero cuando hablamos es como si respirásemos el mismo aire y se necesitan pocos segundos para comenzar a estar de acuerdo. Es, mayormente, un asunto de sincronicidad, omo si nos hubiera ajustado el mismo relojero, a la misma hora y en el mismo lugar.
Esta semana hemos obrado el milagro nuevamente con un argumento si se quiere absurdo: el arroz con mango. Este es, en principio, un plato que en Venezuela durante siglos se ha tenido por imposible. En un país en que hay tantos mangos como piedras, nunca se consideró su posible maridaje de con el arroz. Se ha comido mucho mango, claro está: si verde, con sal; si maduro, en rodajas o chupado; pero con arroz nunca. Por eso nunca fue plato y siempre se usó como expresión para señalar un sin sentido, una reunión imposible, el plato que nadie nunca prepararía.

Alrededor de esa idea yo he estado gravitando varios días de la semana, pensando en el arroz con mango, en escribir un artículo sobre el arroz con mango como metáfora de lo que siendo imposible a priori igualmente existe. Por falta de tiempo, no había escrito una línea, pero ayer, al teléfono, a mi madre y a mí nos tocó hablar de sabores. Era un hablar por hablar, por disfrutar y celebrar luego que lo disfrutado se lo llevase el viento. Paseábamos entre las carnes que ella no come desde hace más de treinta años por compromisos ideológicos y creencias pseudocientíficas, pero que recuerda bien: hígados, vísceras, embutidos. Discutíamos qué órgano puede ser la molleja y nos reíamos de una expresión venezolana: qué molleja. Recordábamos sus platos vegetarianos: con nueces, soja y berenjenas, fundamentalmente. “¿Sabes lo que quiero preparar esta semana”, me dijo de repente. “Es un plato imposible, pero que debe estar bueno: un arroz con mango”. Le conté de mi proyecto de texto y nos dedicamos a darle forma telefónica al proyecto culinario. Ella proponía un arroz con muy poca sal sobre el que al final disponía rebanadas de mango. Yo le sugerí un arroz con leche con poca azúcar, servido junto a una mermelada de mango, dulce e intensa. Acordamos preparar cada uno su receta. Es lo que hacemos siempre y fundamentalmente lo que somos: en apariencia arroz con mango, pero una vez hablamos, un proyecto posible.

14 nov 2017

Maneras de llegar al hospital


El hospital está a un kilómetro y, al salir del tren, los médicos inician el recorrido. El pediatra lo hace en scooter: todas las tardes deja la vespa aparcada en la estación y, apenas llega, sube las escaleras, abre el cajón y mete la cabeza en el casco. Una pareja de rehabilitadores elige diariamente la bicicleta: usan la del municipio, como decía Jorge Luis Borges para referirse al agua del grifo. Los otros, la mayoría, van caminando: unos con maletín, otros con mochila, uno o dos con mochilas que parecen maletines.  Hay internistas, psiquiatras, cardiólogos, médicos de urgencias, preventivistas, neurólogos, otorrinos y neumólogos. También, eventualmente algún cirujano y uno o dos intensivistas. Ni siquiera las especialidades hacen grupo. La mayoría privilegia el caminar solo y, en caso de hacerlo acompañado, se trata casi siempre de encuentros casuales. Unas veces el otorrino acompaña los pasos del preventivista, otras del cardiólogo y algunas del psiquiatra: por poner un ejemplo.
Las divisiones comienzan al salir de la estación. Es necesario atravesar la ronda. La mayoría lo hace por el paso de cebra. Hay quien no: a la altura de la puerta lateral de la estación, aprovechando la hora y el hecho de que hay pocos coches, atraviesa y enfila directamente la cuadrícula. Quien elige el paso de cebra mayormente hace suya una vía directa: solo deberá cambiar de dirección dos o tres veces. Esa forma de llegar tiene en su contra el hecho de que al tratarse de calles principales el aire está impregnado de humo y vapores de combustible. Hay, sin embargo, una posibilidad de evitarlo: girar a la izquierda en la primera esquina y entrar en el barrio. A doscientos metros hay plaza y panadería: si el tren ha llegado a la hora se puede incluso permitir un café.
Quien no pisa el paso de cebra ha de hacer un camino más tortuoso y animado. Entra directamente en la cuadrícula y apenas a cien metros tiene un kiosco de periódicos. Cien metros más adelante, un parque infantil. Allí en ocasiones y a pesar de la hora un padre ojeroso le da patadas al balón en compañía del hijo porque quizá es la única coincidencia posible o simplemente lo ha prometido. El recorrido esquiva El Corte Inglés, pasa por debajo del balcón del poeta Joan Franco y luego de atravesar la avenida se funde con el camino de quienes han respetado el paso de cebra. Uno o dos giros pueden hacer más breve o más largo el recorrido y suele ser costumbre de los veteranos enseñarles a los compañeros nuevos el camino abreviado para continuar haciendo el largo tranquilamente.
A estas alturas, para llegar al hospital faltan apenas unos trescientos metros. Habiendo salido todos del mismo tren, sorprende la forma en que se han distribuido de espaciadamente sobre la acera, sin tropezar entre sí, sin siquiera acumularse. Podría decirse que no se conocen y que vienen de puntos diferentes del planeta. O que inician camino hacia hemisferios distintos. Comparten saber, circunstancia e incluso pacientes, pero en esos últimos metros apenas los une un pequeño detalle que solo se aprecia en invierno. Un mínimo, casi imperceptible movimiento de los primeros dedos de la mano derecha: la mayoría los frota procurando un ligero aumento del calor local para, al llegar al hospital, no hacer larga la fila frente al fichero. Si el recurso fallase y el tropel se volviese a acumular como a la salida del vagón, siempre será posible saludar al compañero de tren como si desde hace mucho no lo hubieses visto.

2 nov 2017

No liarás cigarrillos en esta consulta



(fotografía de Begoña Andrés Peinado)

En principio ninguna consulta es baladí, pero esta lo era. En todo caso el motivo de consulta, el diagnóstico y la solución aportada no forman parte de este cuartiento, que está dedicado al hombre que acompañaba a la paciente. Tenía melena, unos cuarenta y cinco años y más que despreocupado parecía indolente. Lo vi de soslayo mientras me presentaba e indagaba sobre el motivo de consulta. El hombre nos escuchaba y de repente sacó una bolsa de tela de uno de los bolsillos de la chaqueta. Sin apoyar manos ni codos sobre el escritorio que nos separaba, como si la cosa no fuera con él (que en efecto no era), comenzó a liar un cigarrillo. Realmente la palabra cigarrillo le viene escasa, apretada como la americana de un primo delgado. Era mucho más gordo. Quizá por el entorno, por lo inaudito de su gesto, el cilindro que sus manos gestaban más bien parecía un torpedo. "Pero, ¿qué hace?", lo increpé, como si hubiera sorprendido a un vecino metiendo un dedo en mi tarro de Nutella. "No se preocupe que no lo pienso fumar aquí", dijo el hombre sin inmutarse. "Faltaría más", intervino la hasta entonces dulce enfermera. A partir de ese momento el mundo (¿la consulta?) pareció detenerse. La paciente, la enfermera y yo casi ni respirábamos o si lo hacíamos lo hacíamos de forma tan superficial que el fotógrafo no consideró necesario decirnos nada. El único movimiento que se percibía era el de las manos del hombre que continuaba masajeando el cilindro. Obviamente, ese pudo ser el momento de mayor provecho para este cuartiento.  Pude haberme dedicado a observarle: así él finalmente se habría dado cuenta y quizá habría guardado la herramienta. Pude también comenzar a dialogar con él, preguntarle si quería transmitirme algún mensaje o qué haría él si le hubiese tocado en suerte estar en mi lugar. Esta segunda posibilidad todavía me parece la más interesante porque por indolente que el sujeto fuese o pareciese a estas alturas tengo claro que quizá en la vida puede haber casualidad pero dentro de la consulta nunca y todos los gestos que suceden en su interior son calculados o fruto del estudio. Pero no, torpe hombre del siglo XX, me decanté por la solución más ortodoxa: me alcé de la silla y le pedí que saliera inmediatamente de la consulta. "Eres un imbécil, Paco", le gritó la mujer mientras lo veía salir. "¿A quién se le ocurre liar un cigarrillo en la consulta del médico?".