Hasta hace pocos años nos acostumbramos a creer que el siglo pasado era
el siglo XIX y es que en efecto lo era. El siglo de Balzac, Flaubert y Rimbaud.
También el de Pasteur, Chejov y la construcción de América. Por esto último o
por los elefantes de Rimbaud, nos acostumbramos a creer que el pasado era un
siglo lento, que olía a caballos y que su fuerza estaba garantizada por la
barba de sus hombres. Ese siglo lento y lejano olía a naftalina y sonaba con las teclas del piano y los pasos
educados de sus habitantes. No
hablábamos de él, no podíamos, tan sólo lo nombrábamos, pero su referencia nos
resultaba atávica, vinculada al origen de los tiempos. “Eso no sucedía ni en el
siglo pasado”, decían los positivistas cuando veían algo torcido, inapropiado.
“Es del siglo pasado”, decía el anticuario señalando el mueble cuya belleza
quería resaltar antes de decir el precio. Podía ser malo o bueno, pero siempre
era lejano, lejanísimo. El tiempo que nos separaba de él era también una forma
de impregnar de esperanza el futuro. Hubo quien nació y creció entre dos
ideales: el siglo pasado y el año 2000, el inicio del siglo XXI. Incluso se
hicieron predicciones de las cuales pocas se cumplieron. Cuando llegó el 2000,
se desvanecieron ideales y predicciones. “Lo mejor del siglo XX han sido los
ordenadores y las hojillas de afeitar”, decía entonces un viejo poeta que
todavía escribe. Si el siglo XX era una
tesis doctoral, ésta era su conclusión. Y una vez concluido el segundo milenio,
el siglo pasado se convirtió en una especie de limbo. Se nombraba poco y quien
lo nombraba no sabía bien a que se estaba refiriendo. Mayormente la referencia
era todavía al siglo XIX y, cuando un atrevido nombraba los años noventa recién
pasados como del siglo pasado, la gente sonreía. Ahora ya comienza a tener
cuerpo y forma. Han pasado tres lustros y casi quince meses Hay ya personas nacidas después del 2000 que leen
y escriben: yo he leído ya alguna maravilla. Ellos, que son sin duda alguna el
siglo XXI, le dan nombre al siglo pasado: es el siglo XX, caramba. No es que
estemos creciendo como Benjamin Button, pero el siglo pasado está cada vez más
cerca y nosotros fuimos parte de él y lo tocamos con las manos, hundimos en él
las caderas. El que se ha ido y no sabemos dónde es el XIX. Ya no es ni pasado ni nada. Es el siglo XIX.
Ni cuentos ni artículos. Tampoco articuentos o cuentartículos. Se trata de cuartientos.
21 mar 2017
12 mar 2017
Ojos, corazones: libros a pesetas
Como si no existiera relación entre los órganos de que se ocupan, el oftalmólogo y el cardiólogo no cruzan palabras entre sí, tampoco miradas, quizá ni siquiera sentimientos.
Sentados en asientos contiguos del primer tren de la mañana, concentran la atención cada uno en su tablet y se evitan incluso al alzarse, en el momento de llegar a Castellón. Los conozco a ambos, sé que el uno sabe del otro y que no hay animadversión entre ellos. Creo incluso que tienen más cosas en común que en desacuerdo, pero fundamentalmente (ésa es la razón de su ignorancia mutua) ellos creen (o saben) que no existen vasos comunicantes entre sus saberes y desempeños.
Paso la página y salgo. Fuera de la estación, me espera la sorpresa del día. Están allí desde hace tiempo, pero en la papelería donde ahora compro el periódico miro por primera vez con detenimiento la esquina a la derecha de la caja registradora. Hay allí cien o doscientos libros nuevos, impolutos, que nunca han sido comprados ni vendidos, ni abiertos ni leídos, pero que han sido editados hace treinta o cuarenta años. Nadie en el barrio los ha querido comprar y ahora que los veo el vendedor avisa que me los venderá según las pesetas que indique la contraportada.
-¿Que tienes que encontrar pesetas para pagarle? - me pregunta el primer amigo a quien se lo refiero.
-No, él hace la conversión a euros -le explico.
Me llevo seis libros por menos de lo que compraría uno en Amazon o en mi librería preferida. No lo puedo evitar y lo pienso: los euros tienen tan poco que ver con las pesetas como los cardiólogos con los oftalmólogos.
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